Lugar: línea 5 del metro de Barcelona.
Hora: hacia las seis de la tarde.
Día: ayer.
Escenario: hay un chico de pié, de unos 30 años, leyendo. Se distinguen perfectamente las tapas del libro de color granate y en el centro el título, tres palabras escritas en blanco: “Hablar con Dios”. A mi lado hay sentadas una madre y una hija. La niña, preadolescente, se fija en el libro y le dice a la madre: “Yo no creo en Dios”, y la madre le responde: “¡Claro que no! eso son tonterías”. Y sigue mirando el móvil.
No sabría decir que me sorprendió más, si la afirmación de la niña o la respuesta de la madre. El tema de las religiones, de creer o no creer en la existencia o no de Dios acostumbra a ser un proceso largo y de profunda reflexión personal. Difícilmente una persona de unos once años tiene el criterio y la madurez suficiente como para hacer esta afirmación tan categórica y excluyente, y la respuesta de la madre tan subjetiva y personal, no fomenta en absoluto el pensamiento crítico de la menor. Me he quedado con la duda de si esta persona sería realmente consecuente con su afirmación o si haría una adaptación social a la parte más lúdica y festiva como tanta otra gente que se declara abiertamente atea. ¿Celebrará la Navidad, que para los católicos representa el nacimiento de Cristo, o para ella es un día laborable cualquiera? ¿Acompañará a sus hijos la noche del 5 de Enero a la Cabalgata de Reyes y estos esperarán encontrar regalos el día seis por la mañana? Por qué los Reyes representan la adoración a Jesús nacido…. Es muy difícil vivir en nuestra sociedad con una trayectoria histórica católica de tantos siglos, al 100% de espaldas a las tradiciones.
¿Quién sabe que pensará esta niña cuando sea una persona adulta? ¿Alguien lo puede afirmar? A lo largo de mi vida he podido comprobar como personas agnósticas o ateas, por un hecho, un suceso, que las trastornó y cambió la vida, abrazaron la creencia de un Dios, como un refugio, como esperanza, como un lugar, quizás el único, donde agarrarse cuando todo a su entorno se hundía. Un Dios sin nombres ni apellidos, pero un Dios al fin y al cabo.
Por otro lado, también he visto el efecto contrario. Aquellas personas religiosas y creyentes, que ante unos hechos similares a los que me refería antes, han entrado en conflicto con sus creencias, se han sentido “desprotegidas y abandonadas” por este Dios omnipotente y han dado la vuelta a toda una vida de fe y de plegaria.
En los últimos años, gracias a la globalización y a la alta movilidad geográfica, convivimos personas de distintas religiones, así como con personas ateas y agnósticas. Nuestra riqueza como sociedad se asienta sobre varios pilares, uno de ellos es el respeto hacia las convicciones y creencias de cada uno. En algún momento de nuestra vida, todos tendremos que hacer nuestro camino para llegar a algún puerto. El que nos parezca más adecuado, el que nos dé más confianza y nos haga sentir más cómodos y alineados con nuestro yo más íntimo.
Apunte final: en nuestro país, según el Instituto de Estadística un 22,5% de la población se declaran no creyentes (ateos), un 16,5% agnósticos y un 59% creyentes de alguna religión.
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