La infancia, tal como la conocemos hoy en día, es un concepto relativamente nuevo. Hasta principios del siglo XX la niñez sufrió una manifiesta esclavitud, que desgraciadamente en algunos países todavía existe.
Durante la revolución industrial del siglo XIX, las niñas y los niños eran usados como mano de obra barata en las fábricas y en las minas, tenían una vida difícil y la inmensa mayoría no estaban alfabetizados, tal como describe magistralmente la obra de Charles Dickens. A lo largo de este siglo la mortalidad infantil era muy elevada, y no fue hasta el siglo XX cuando poco a poco se fue transformando el concepto de infancia a cómo lo conocemos actualmente, con unos derechos propios que reconoció la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1959, lo que supuso el primero gran consenso internacional sobre los principios fundamentales de los derechos de los menores.
Hoy en día, nos encontramos con dos escenarios muy diferenciados. Por un lado, los estados tienen el reto de reducir la pobreza infantil y la situación de extrema precariedad en la cual viven casi mil millones de niños en mundo, sin acceso a la sanidad, al agua potable o a la alfabetización, haciendo trabajos peligrosos y/o siendo explotados sexualmente. En el otro extremo tenemos a las niñas y niños del llamado primer mundo, para quienes la sociedad ha construido un nuevo modelo de infancia.
En este modelo de infancia no encontramos sólo el acceso universal a la sanidad, la educación, la vivienda, el agua, etc. sino que encontramos también un alarmante aumento de la cultura comercial, donde grandes multinacionales hacen campañas destinadas a un amplio público que incluye a los menores de 18 años, que son potenciales consumidores de sus productos, ya sea de tecnología, de prensa especializada, de ocio, de vestir, etc.
Frecuentemente esta realidad que estamos viviendo se ha acompañado de una sobreprotección que no hace ningún bien a nuestros niños y niñas, más bien al contrario. Las personas, en nuestro camino hacia la vida adulta vamos aprendiendo por ensayo-error. Muchas veces nos tenemos que equivocar para saber como y de qué manera rectificar. Si en este afán protector no los dejamos fallar, crecerán rodeados de una falsa seguridad y no desarrollarán las estrategias necesarias para encajar el éxito, el fracaso y los miles de retos que tendrán que enfrentar en su día a día.
Tenemos que tener en cuenta que siempre los estamos educando, con nuestras actitudes, palabras y comportamientos. No podemos “no educar”, por qué con la convivencia se impregnan de todo, de lo que hacemos y de lo que no hacemos, de lo que decimos y de la manera que nos expresamos, por lo tanto, consciente o inconscientemente, siempre los estamos formando. Por esa razón tenemos la responsabilidad de ser coherentes con nosotros mismos y con ellos.
La adolescencia es un buen ejemplo, porque es donde se recogerán los frutos que se habrán sembrado a lo largo de la niñez. Que sea una persona más o menos responsable, más o menos autónoma, más o menos segura de sí misma, más o menos dependiente del grupo, será en buena parte debido a cómo ha crecido, a cómo se han ido desarrollando socialmente e individualmente tanto a casa como la escuela. Ciertamente, la adolescencia está llena de mitos y realidades sabiamente mezcladas, por eso algunas familias la prevén como una época que “a buen seguro será difícil, turbulenta y emocionalmente inestable”. Nada más lejos de la realidad. Las adolescencias problemáticas representan alrededor de un 2% del total, es decir, la mayoría de nuestros chicos y chicas destacarán por su alto nivel de racionalidad y capacidad de elaboración. Sabrán como resolver problemas complejos y se interesarán por conflictos globales que afectan otras zonas del planeta. Podrán cuestionar la autoridad para saber donde están los límites. A veces no los entenderemos ni nos entenderán, pero es el camino, el único, que los convertirá en las mujeres y los hombres del siglo XXI.
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